‘La Petenera, Federico García Lorca‘, una obra de Castro Romero Flamenco & Compañía Suite Española presentada el domingo 28 de octubre a las 19h, dentro del Ciclo de Danza 2018 del Teatro Cervantes (Málaga).
Toda la primitiva emoción de entrar y ver lleno un teatro demasiadas veces famélico se ha esfumado transcurridos los primeros minutos del espectáculo, marcados por fallos técnicos tan imperdonables a una compañía profesional como a una amateur; es decir: básicos.
Además del predominio del descompás en absolutamente todas las coreografías grupales, otros tantos elementos -he llegado a ver a uno de los bailaores haciendo indicaciones a otro durante una escena- dan a pensar que no se han llevado a cabo los suficientes ensayos generales, en cuyo caso uno se pregunta qué tipo de aficionados presenta el teatro municipal como profesionales. La otra posibilidad es que hayan ensayado lo suficiente, entonces el problema es mayor: son malos y no deberían dedicarse a esto.
Aunque dentro de lo malo sobresale, con méritos, lo peor: el sonido. Una música pregrabada con ese sonido metalizado de tan baja calidad, que uno sueña que termine cuando aparece la música en directo, pero el estupor es inconmensurable cuando esta suena aún peor que la pregrabada. Una mezcla de sonido con un volumen elevado que convierte la escena en una batalla entre las fuentes de sonido: de repente un instrumento se escucha más fuerte que otro, luego otro, luego la voz, todos peleándose. Y no se pueden dejar pasar los flagrantes fallos técnicos del principio del espectáculo, en que el micrófono del narrador quedó abierto durante minutos después de que hubiese abandonado el escenario, llegando a albergar una sonora tos, infiltrada en una escena que debía ser dramática, y termina siéndolo, aunque en otros términos. Esa microfonada voz del narrador, por otra parte, elimina, impulso eléctrico mediante, toda posible aparición del duende en escena.
La voz del cantaor se encuentra en ese registro que tantas veces sirve de frontera natural entre el flamenco y el popularmente denominado flamenquito: aguda y a ratos gangosa, la mediocridad todo lo puede, y su ignorancia lo envalentona para interpretar el ‘Pequeño vals vienés’ de Morente, en un acto de explícito menosprecio a la herencia musical de este valioso patrimonio inmaterial.
Cuando llega la parte del montaje en que todo se convierte en un cuadro flamenco convencional, no queda otra que entender que todo lo anterior ha sido una trampa, o directamente un timo, una máscara descarada y sinvergüenza para hacer pasar por espectáculo integral lo que no es más que eso: un cuadro flamenco convencional. Así se puede comprender la desgana con la que discurre toda la primera parte, en clara contraposición a la segunda, en que la totalidad de los bailaores demuestran tener control sobre lo que están haciendo sobre el escenario, algo que se echó bastante en falta durante los primeros 30 minutos.
Este cuadro, un megamix de grandes hits del flamenco, con bulerías de Cádiz, una saeta, letrillas tan memorables como la del sereno o el legendario ‘Dicen de mí’ de Camarón: eso es realmente este espectáculo, y no Lorca ni su muerta petenera.
Y es que no deja de resultar irritante todo este chabacano aprovechamiento de todo lo más comercial de un Federico García Lorca al fin reconocido como genio universal. Nada queda aquí del alma del artista, empaquetado y plastificado al vacío como un anodino musical de Broadway, con su correspondiente apariencia artificial pero sin su profesionalidad y su profundísimo conocimiento del espectáculo.
Capítulo aparte merecería el comentario relativo a la iluminación, puesta en escena y vestuario. Sólo diré una cosa: máscaras venecianas de baratillo. ¿Por qué? Nadie lo sabe. ¡A nadie parece importarle!
Pero no podemos olvidarnos de él: el bailaor que lo hizo todo mal, desde el principio hasta el final. Dejando a un lado un generalizado despiste y una apariencia permanente de estar fuera de contexto, y por nombrar sólo tres momentos, a mi parecer muy representativos: el primero mientras el cuerpo de baile al completo avanzaba a través del patio de butacas hasta el escenario, él sonreía luminosamente mientras sus compañeros miraban tristes el suelo; luego cuando coloca una mesa sin desplegar sus patas y esta, evidentemente, se cae; y por último, cuando decide en un arrebato de improvisación seguro magistral a su juicio, mientras se canta una saeta a capela, momento siempre íntimo, solemne, espiritual -y da hasta pudor tener que explicar esto-, él decide, en segundo plano, besar a su compañera apasionadamente, rompiendo toda la atmósfera circundante. Pero da igual, hablar de esto es fútil cuando, sencillamente, un bailaor no se sabe las coreografías del espectáculo que presenta en un teatro lleno.
El aplauso unánime del público me sirve para reflexionar acerca de cuán lejos estamos de un verdadero acercamiento de la cultura a la masa y cuán cerca de esa democratización -eufemismo siempre de mercantilización- alienante.
En un hipotético Estado cultural, este tipo de eventos serían constituyentes de delito, contra la salud cultural general del pueblo, quizá, o contra los grandes maestros, también. Admito que, durante la representación, he llegado a fantasear con unos agentes de policía personándose a la salida del teatro, preparados para arrestar a los culpables de este tristemente normalizado sacrificio, inútil además de mal ejecutado.
En definitiva, si bien se han presentado ideas que, a priori, podrían ser interesantes -tanto en términos de danza como de puesta en escena-, estas quedan enterradas bajo gruesas capas de hediondos recursos sobreexplotados, incoherentes e inconexos -introducir transiciones no es relacionar, querido director-, apabullantemente faltos de toda lógica.
Bonus track
Para más inri, nuestro rico tejido local nos nutre de personajes que uno se imagina que llevan sin salir de casa 100 años, o que no han pisado en su vida un teatro. En esas, un caballero sentado en la fila de atrás ha llegado a amenazar a quien, razonablemente, le indicaba constantemente que guardase silencio -una señora de otra fila más atrás-. Mientras, su pareja lo defendía ante el entorno enfurecido argumentando que lo habían alterado, a lo que seguían susurros al oído del miserable para que se callase y se comportase. Con amenazas me refiero, ojo, a amenazas literales: «cuando salga le voy a partir la cara».
Me he quedado con ganas de decirle a ella: cuando te pegue, porque lo hará, si no lo ha hecho ya, espero que al menos no te sorprenda. Así que hoy he descubierto que también se puede detectar a un maltratador sólo por su comportamiento en un teatro. Cómo son los agresores, qué transparentes, qué simples, qué básicos, qué terribles.