Notas lingüístico-políticas para una interpretación eficaz de la crisis política que, como su campaña electoral, es ya permanente.
Vivir en un estado de campaña permanente, en palabras de Blumenthal, tiene consecuencias. Si la contienda política es constante, los periodos de crisis se prosiguen mientras la estabilidad se ve cada vez más lejos. No digo que no haya que destituir a los malos Gobiernos y reemplazarlos por otros mejores, ¡digo precisamente que hay que hacerlo!
Para mí, los tres conceptos fundamentales a través de los cuales podemos explicar, al menos, los últimos 8-10 años (y, cada vez más, el presente) de inestabilidad política en España, son: impunidad, representatividad y corrupción. Aunque nos vamos a centrar en el segundo, no está de más explicar un poco los otros.
Si bien la corrupción es un tema que actualmente parece estar casi demodé, ha protagonizado los últimos grandes años del bipartidismo español, y está presente en nuestro día a día informativo a través de otras construcciones como «corrupción de menores» o la acepción de «corrupción» que tiene más que ver con aquello que ha sido alterado de su orden natural.
Por su lado, la impunidad me parece casi el más importante de los tres, ya que me sirve para explicar la mayoría de los sucesos antidemocráticos que tienen que ver con las fuerzas de violencia del estado, el partidismo judicial y los excesos de la clase política. La impunidad de todos ellos (trataremos el tema de los políticos presos con mayor profundidad y detalle), perfectamente comprendida ahora por la opinión pública, resulta inaceptable y no habrá ninguna regeneración política hasta que esta clase política no sea destituida por completo. El relevo ha de ser de clase y no de partidos. La gente ha de volver al Parlamento.
Ahora sí: la representatividad. Empecemos por un análisis semántico básico y desordenado, un brainstorming terminológico: yo te represento, tú me representas, él se representa, nosotros le representamos, vosotros les representáis, ellos me representan. Es un concepto que permite multitud de formas, conjugaciones y significados: están los representantes de artistas, los representantes de obras de teatro, y luego los representantes políticos. Es curioso, ¿no? Parece que en esta campaña permanente tomada por el marketing político todo lo que tiene que ver con política tiene que ver con espectáculo.
Me explico: en una reciente investigación descubrí patrones similares en el uso del término «normal» en una pequeña muestra de noticias en español de los últimos 25 años por parte de las noticias sobre deportes y política. Además, en ambos casos era habitual encontrar el lema objeto de estudio («normal») en las declaraciones de deportistas o políticos. El patrón similar consiste en atribuir más la acepción de «lógico» a «normal» que cualquiera de las otras tres («normal» puede significar, esencialmente, 4 cosas: habitual, lógico, natural, normativo). Esto es: cuando los políticos dicen que algo es «normal», al igual que los deportistas, lo que están diciendo es que es «lógico», comprensible.
Las implicaciones de esta abundancia de apelación a lo lógico son evidentes: lo lógico es objetivo, porque no puede no serlo, ¿eso significa entonces que lo político es objetivo? Sí, aunque con matices, no es difícil observar que el actual clima de tensión viene promovido por actitudes como estas, que tienen como fin reivindicarse como únicas ideologías verdaderas y posibles, en una performance que es más religiosa que política. No se apela a lo común, a lo democrático que es, en definitiva, el debate, el cuestionarse lo social y lo personal cada día. Esto explicaría parte del insoportable panorama actual de odio y desprecio entre partidos y candidatos, aún más maleducado desde la triunfal entrada de Vox en el Congreso.
Pero está claro que este no puede ser el único problema. No, es algo aún más profundo, más enraizado: es la propia idea de representatividad. Creo que la crisis de representatividad política que sufrimos los ciudadanos de forma exponencial (algunos desde el comienzo de nuestra implicación política) parte de un problema de conceptualización básico: ¿somos capaces ya de creer en que algo pueda representarnos? ¿No lleva el capitalismo décadas bombardeándonos con el «conduce tu propia vida», «sé tu propio jefe» y demás mierdas? Si habéis implantado la concepción de que cada uno de nosotros somos únicos y especiales sólo por comprar vuestro producto comercializado a gran escala internacional, ahora no podéis pretender que esos mismos ciudadanos-clientes sean capaces de volver a otorgaros la libertad que tan cara están comprando por Internet.
A ver, ¿pero qué libertad es esta de la que hablo? La libertad del ideal capitalista es que «seas como quieras ser», lo cual implica toda una articulación de maniobras cognitivas que suelen acabar en una enfermiza necesidad consumista. Pero es a través de estas compras, de estos microconsumos, a través de lo que nos definimos como consumidores-ciudadanos. Somos el extracto de nuestra cuenta bancaria y los tickets de nuestras compras del mes.
Por tanto, para frenar la crisis de representatividad política hay que frenar primero la crisis de representatividad general: la gente no quiere que nadie hable por ellos, quiere hablar ella, y está en su derecho. Habrá que encontrar la forma de hacerlo. A menos que nuestro objetivo sea cargarnos la democracia representativa, un proyecto indudablemente más estimulante. En todo caso, los tiempos de pandemia nos enseñan que debemos ser capaces de ceder parte de nuestra libertad individual en pos del bien común. Quien no lo crea, en Estados Unidos van a quedarse muchas vacantes libres próximamente, pueden irse allí (como los de derechas cuando mandan a los comunistas a Cuba xddd).
Para ello, el momento de urgencia nos exige que cojamos la vía rápida. La lenta es la de cambiar el marco conceptual que define al ciudadano-cliente por uno que le permita sentirse representado, a la manera tradicional, con comodidad (y tampoco queremos eso). Debemos empezar a debatir la modificación del significado profundo de «representación política», o «representatividad política», haciendo especial hincapié en el de «representatividad», por supuesto.
Pudiera parecer que conceptualizamos esta «representatividad» con un carácter un tanto antiguo, desfasado, casi religioso-tradicional. El Papa es el representante de la Iglesia en la Tierra, pero ¿Pedro Sánchez es el representante de España? No creo que nadie se sienta a gusto con esa afirmación. Y ya no sólo el presidente, el conjunto de la cámara, ¿de veras representan a alguien en este país? Los votantes de Unidas Podemos que conozco son de izquierdas y no se pasan la vida lamiendo botas; el votante de Vox con el que convivo es una persona con algunas patologías graves pero profundamente generosa. Sin embargo, Alberto Garzón es un comunista de salón que cree que su ministerio de mierda ha servido para algo, y Abascal… en fin, pues ya tiene suficiente con lo suyo. Ninguno de mis conocidos se merece tal representación.
Y volviendo al tema del espectáculo, vivimos una constante representación humorística que parece más propia de un Polònia que de un gobierno elegido democráticamente. ¿Quiénes son estos personajes? ¿Por qué se ríen juntos Pablo y Santi, de ideologías supuestamente enfrentadas (o no tanto…)? Porque son compañeros de trabajo, dicen. Y tienen razón: su cargo no es una responsabilidad social, es un puesto de trabajo, y en eso no se basa la democracia. Parece que hemos olvidado ya incluso su etimología.
Su espectáculo es diario, no nos dejan escapar ni un segundo de la vergüenza ajena que nos producen. El caso más palpable de esta deformación del discurso político serio en una serie de zascas y punch lines escritas por guionistas desafortunados es, obviamente, el de Rufián, que me sirve además para hablar del problema del independentismo desde el enfoque del problema de la representatividad. Una causa tan justa, lógica y necesaria como es el independentismo catalán no merece este show de payasería cada vez que ese señor pilla un micro (o un tuit) y un par de objetos random de su casa. ¿Cómo pueden permitir los votantes de ERC que su lucha se convierta en… eso?
Lo de que su causa es justa lo digo porque actualmente, si tu objetivo es la república popular, la única forma de conseguirlo en España es mediante la independencia. Ahora bien, si tu independencia es sólo un opio para las masas, un ideal jamás alcanzado, y por ello épico, encarnizado, entonces lo mejor y más rentable es que te quedes (que es lo que están haciendo). Tampoco tengo claro que un presidente que amenaza con tirarse un pedo en el constitucional sea mi presidente, aunque sin duda es mi representante político anarquista y macarra pop preferido (algo así como vuestro explosivo jorgejavierismo de izquierdas).
Para finalizar, un vistazo atrás: desde el 15M y Democracia Real Ya llevamos transitado un camino en el que la izquierda no ha hecho más que ceder y perder terreno, tanto material como discursivo. Los hijos bastardos del 15M, Podemos & Co., hacen uso indiscriminado de los valores genuinos de izquierda para someterlos a un proceso de transformación tan salvaje que quedan irreconocibles en su significado mientras mantienen su significante intacto. Es decir: se están apropiando de todo lo que de verdad nos importa, de lo que hablamos y en los términos en los que lo hablamos. Si la izquierda de este país, la sincera, la honesta, la de verdad, quiere hacer algo, tiene que pasar obligatoriamente por finiquitar la destrucción podemita.
Soy tan radical porque han demostrado, y seguirán haciéndolo, que son un auténtico fraude: sí, un fraude auténtico, porque hablan como nosotros, pero ni lo son ni nos representan. Su comunicación es casi religiosa en el sentido que decíamos al principio: dicen que no hay nada a su izquierda, que ellos son la única y verdadera izquierda. Habrá que creer.
En fin, de otros partidos, como veis, ni me molesto. Pero creo que ha sido suficiente 🙂